Enfrascado como estaba en el estudio a conciencia de la gastronomía local, decidí buscar otros quehaceres durante mi estancia en Borneo. Los días transcurrían perezosos en Kuching, no así mi fecha de vuelta a Kuala Lumpur así que, tras consultar a mis anfitriones, encaminé mis pasos hacia la oficina de parques nacionales, con la intención de inquirir acerca de una estancia de varias jornadas en la jungla de Bako. Cual fue mi sorpresa al averiguar que las cabañas del parque estaban todas ocupadas hasta mitad de semana, ante lo que tuve que improvisar un cambio de planes. Justo al lado de la oficina una pequeña agencia local ofrecía un viaje a uno de los poblados indígenas Iban del interior de Sarawak a un precio razonable. No soy muy amigo de tours organizados, pero me ganó la simpatía de la recepcionista y el hecho de que solo hubiera dos personas más inscritas. Esa misma mañana una pareja suiza, con los que posteriormente coincidí de casualidad en la isla Gili Meno de Lombok, me había estado comentando su visita de varios días a uno de los poblados. En su caso decidieron aventurarse por su cuenta y riesgo tras gestionar la invitación explícita con el jefe de la aldea, y tras varios días de viaje río arriba recalaron en dicho poblado. En mi caso sbía que me encontraba ante una excursión un tanto preparada de antemano, aún así me pareció que podía resultar cuanto menos entretenido.

Al día siguiente bastante temprano, una furgoneta me recogió en mi hostal y nos encaminamos rumbo a una aldea indígena a orillas del río Lemanak, en el interior de Sarawak a unas cinco horas de Kuching. Compartí la furgoneta con un matrimonio de jubilados australianos de agradable conversación. Hacía ya cinco años que habían vendido su casa en Perth, e invertido las ganancias en un fastuoso catamarán que era su hogar desde entonces. Me estuvieron relatando todos sus viajes por mar desde las costas de Madagascar hasta las islas Filipinas. Se encontraban en estos momentos recalando en Borneo y explorando el interior de la región con toda la calma que su desocupada situación les permitía. Así transcurrieron las horas de viaje a través de uno de los paisajes más hermosos que he visto jamás. Colinas de plantaciones de pimienta se alternan con tupidos bosques y junglas, diminutas aldeas e iglesias cristianas en lo alto de promontorios, y bajo la luz del sol ecuatorial el verde de la vegetación adquiere una intensidad hiriente a la retina. Nos detuvimos a almorzar en un animado mercado local. Allí decidí probar una extraña fruta que no había visto hasta ahora, de piel rugosa similar a la de una serpiente. La mujer del tenderete de al lado articuló un ¨veeeeeeeery sourrr!¨ justo instantes antes de que yo hincase mis fauces en dicha fruta. Demasiado tarde, el rechinar de mis dientes debió ser audible en todo el mercado dadas las risas de los lugareños que me rodeaban. Dicha fruta es aún más agria que el limón o la lima, aún así su sabor resulta agradable una vez uno se habitúa a él, y es costumbre entre los lugareños el consumirla cruda y sazonada con sal.

Esa misma tarde llegamos al embarcadero del río Lemarak, donde unas canoas nos esperaban, y tras descargar nuestros equipajes continuamos el viaje remontando plácidamente el río a través de una densa jungla, en la que se abrían claros cada cierta distancia. Finalmente llegamos a una de las aldeas Iban a orillas del río. Es costumbre entre los Iban el vivir en grandes barracones de bambú, compartidos por las distintas familias que integran la aldea. Cada familia dispone de una casa o gran habitación, aunque la mayor parte de la vida cotidiana se realiza en un área común a modo de gran veranda a lo largo del barracón, de similar modo que la vida en nuestros pueblos y aldeas suele girar en torno a la plaza o la calle principal. La cultura Iban es animista, aunque han sincretizado el cristianismo de un modo similar a otras culturas indígenas africanas o americanas. No es raro ver imágenes del Sagrado Corazón en las puertas de las casas, así como idolos tallados a la entrada de la jungla a fin de proteger la aldea de los malos espíritus que de allí puedan venir. Hasta hace poco más de un siglo eran habituales las guerras tribales entre las distintas aldeas y uno de los más preciados trofeos eran las cabezas cortadas de los enemigos, que posteriormente se descarnaban y ahumaban. Pude ver tres viejos cráneos colgando de una de las esquinas del barracón, que conservaban a modo de reliquia y asumo que también como macabro reclamo turístico.

La aldea en la que pasé un par de días estaba constituida por 20 familias. Originalmente eran 40, pero tras una asamblea la mitad de las familias decidió convertirse al islamismo (con la consiguiente ayuda estatal del gobierno malayo), trasladarse río arriba y seguir con su vida habitual, y la otra mitad decidio asumir tanto las injerencias como los ingresos que las ocasionales visitas de turistas como yo les pudieran causar. Aún asi gran parte de sus ganancias proviene del cultivo agrícola, mayormente para su propio consumo (arroz y maíz), con lo que la vida cotidiana en la aldea transcurre de forma más o menos inalterada. La aldea cuenta con un chamán, un viejecito entrañable cuya principal misión es comunicarse con los parientes fallecidos y hacer voz de sus necesidades no terrenales, y un jefe, otro venerable anciano al que tuve el placer de saludar y estrechar sus manos.

Por la noche el jefe de la aldea decidió organizar un baile, cosa que parece ser ocurría día si y día también debido tanto a su desmesurada afición al arak o vino de arroz, como a las exigencias del papel turístico asumido por la comunidad. La danza fue acompañada por un música repetitiva e hipnótica interpretada con un instrumento similar al gamelán balinés, pero de timbre diferente y ritmo más pausado. El baile es así mismo pausado en movimientos e imitando acciones de caza o guerra en el caso de los hombres.

A la mañana siguiente visité la jungla cercana a la aldea. Una de las selvas más densas y ominosas que he conocido. Incluso a pleno día la oscuridad reinante era más que patente. Era costumbre entre los Iban depositar allí a sus fallecidos sin enterrarlos, y guardar la entrada a la jungla con unos ídolos tallados sobre un pequeño altar, a fin de proteger a la aldea de los espíritus maliciosos. Con la incorporación del cristianismo en su sistema de creencias pasaron a enterrar a sus muertos. Cada tumba es sellada con una ánfora llena de agua. Si el ánfora pierde agua al cabo de los días, se interpreta que el fallecido no murió en paz consigo mismo, y es entonces cuando los servicios del chamán son requeridos a fin de esclarecer o solventar los deseos inconclusos del muerto.


Esa misma tarde volvi rio abajo a Kuching, amenizando musicalmente mi trayecto con Devine and Statton y Joe Gibbs.